lunes, abril 02, 2018

Silencio. El crepitar de la hoja seca.


Allá arriba, entre la bruma, se oye el chillar de los vencejos.


También escucho el roce de la niebla.


Escucho su lloro, sus gotas, lagrimas que tamborilean en la ancha hoja de la higuera.


Cada hueca negra simula ojo, boca desgarrada, sufrimiento y deseo incontrolado de arrancar la entraña pétrea a la madre. Costras de hierro, sulfuros rojos, naranjas, malvas… las paredes se empolvan de purpureas iridiscencias.



Un cómodo colchón encubre mis pasos, verdes de Irlanda y otoño. Más arriba, donde empieza la sima, los helechos se extienden. 
Y allá abajo, el ombligo de Venus, que susurra el ronroneo del núcleo que da origen al origen.



En este espacio de humedad, musgo, caliza y recio mineral crece, en su modestia, un almez.
Este árbol alto, si puede, busca el cielo y la luz. Surge de este hades intacto de rocío, atrio y sótano a la vez. 


Deja caer sus hojas serradas mansamente, sin bullicio, honestas en el silencio.

También vacía sus ramas de savia en invierno.

Tronco fuerte, robusto, cárdeno en su madurez. Mástil que al abrazarlo resulta cálido, como si quisiera ser aliento de la sima calcárea.

Raíces poderosas que sujetan al abismo.
(Abril, 2017)

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