¿Cómo contar una historia absurda y sin sentido y que contenga una esencia de lógica?
Vamos a
ello;
Ayer
por la mañana, como muchas mañanas de sábado me tiro a la arena de la playa a
buscarme, a pasearme y deleitarme con los extraños sonidos que de la mar me
llegan, bien sean silbidos, bien sean atruendos de motor invisible o bien sean
suspiros silenciosos de mujer enamorada. Por resaca o días que han contenido
excesivo oleaje el mar suele obsequiarme con objetos caprichosos que él mismo
se ha entretenido en moldear lentamente hasta la ridiculez, lamiéndolos en la
boca del tiempo; botellas que se convierten en hermosos diamantes y zafiros de
colores, ladrillos de albañilería que se convierten en flautas estrambóticas,
monedas anuladas de identidad, sistemas electrónicos que pertenecieron a la
civilización de hace 20 años, cualquier cosa que sea susceptible de labrar,
inclusive el imposible acero. En este punto es cuando me detengo en seco
durante mi paseo ante un objeto perverso que desde mi infancia siempre se me
antojo codiciado por el poder que le daba a mi imaginación, un machete hecho
sencillamente a base de un mango negro de plástico duro con la enseña alada del
ejercito, detalle que el mar o algún pacifista pescador receloso del estado se
encargó de lijar borrando con esmero. Estos puñales de campaña disponían de un abridor de botellas en la base,
supongo que para disfrutar de una cerveza después de un desembarco en algún islote perdido.
Pero fue su hoja la que en verdad me llamó poderosamente la atención, la mar salada, en su afán de crear nuevas formas la había desgastado irregularmente, dejando un acero que daba la sensación de sierra esquizofrénica o de locura inventiva medieval. No tardé en apoderarme de él para meterlo con rapidez y discreción en mi mochila, se me ocurrió la idea de fotografiarlo para demostrar que la incansable acción del agua puede cambiar de forma e incluso hacer desaparecer cualquier dureza que se presuma invencible... el agua y el tiempo, un principio de filosofía oriental.
Luego lo afilaría y lo perfilaría para dejarlo como un
estilete o un abrecartas cuya función no pasaría de cortar alguna verdura. Y
con esas que me lo lleve para mi casa, donde me sirvió también y de gran
ayuda, por cierto, en la función de extractor de una maceta de encina que
esperaba ser trasplantada ante la inminente llegada de la primavera, una encina
que me acompañaba fielmente desde que comenzó mi andadura lejos de la patria
chica que era mi familia, una encina que si persistiera regresaría algún día
conmigo…
Ya ha
pasado un día más, otro café más, otra vez a lavarme la cara… otra vez la mente
me engaña y me distrae para llevarme a sus planes, como si un niño tirara del
cuerpo aburrido de un anciano, señalando ansiosamente algún juego más divertido
aún que el anterior, salgo a la terraza y miro la encina, el machete está
clavado en la tierra, pienso que para fotografiarlo me hace falta un trasfondo,
un contexto, la ruindad de traérmelo de la playa me pudo y no caí que el mejor
contexto para una foto es el lugar del hallazgo, método arqueológico de base, y
como si de un examen suspendido se tratase agarro la cámara y el puñal, salgo
pitando para el lugar del encuentro.
Me quito los zapatos y los calcetines
justo después de comprobar que la playa está deshabitada, supongo que aún tengo
exceso de cordura y me da que alguien me perciba, que absurda timidez...
La idea es dejar el machete en la zona donde la ola acaricia la arena dejando un límite espumoso, de color lechoso y justo cuando la mar lo toque levemente disparar la instantánea.
La idea es dejar el machete en la zona donde la ola acaricia la arena dejando un límite espumoso, de color lechoso y justo cuando la mar lo toque levemente disparar la instantánea.
Esa fue
la última vez que vi el maldito cuchillo, el mar, en una de esas traicioneras embestidas
que te envuelven sin avisar hasta las pantorrillas recuperó su cuchillo,
agarrándolo con presura y llevándoselo a las profundidades de su cocina. Me
quedé atónito, atónito y empapado...
Meditabundo
y alicaído me senté a secar mi cámara y estrujar mis pantalones, desaguar mis
gafas y que mi mente, nuevamente me
incordiara con divagaciones estériles sobre el destino de las cosas, sobre lo
que se nos presta y de lo que nos apoderamos sin permisos ni agradecimientos,
sobre nuestros tantos egos y en lo que nos convertimos y sobre si alguien,
algún día, paseándose por aquí se topara con este objeto lamido por la cadencia
intemporal de las olas, que salió del mar para trasplantar una encina y que un
día más tarde retornó como un juguete prestado a un chiquillo travieso .
Yosi. 2013