2010
miércoles, junio 16, 2010
Y las golondrinas que no paraban de parlotear en la antena, conversación que trata del fresco que entra desde el patio, que olor a macetas cargadas de colores y que baldosas empapadas en el agua que riega los tiestos de barro, ese sonido de olor a gasoil, el traqueteo de una época donde cualquier mecanismo sostenido en madera era rejuvenecido por el gasoil antiguo, ese olor a dorado y ese taca-taca-taca de la aguja que hilaba a una velocidad endemoniada la tela preparada para ser mandil o paño o sábana bordada para una novia plena de ilusiones… o para el disfraz de vieja de una niña; - “ven que te mira la sisa”, - “te voy a coger de aquí”, - “¡no me tires del pespunte!” , el jabón marca las líneas de un mapa textil y la niña juega a coser pero no sabe cómo funciona esta vieja máquina escocesa de principios de siglo que aún resiste tantas cosechas de algodón y vaqueros.
Repintada en negro mil veces y nunca reparada porqué en la vida se trabó. La “Singer” que zarandea sobre los raíles irreales de la humilde costura, el coche que de pequeños manejábamos con brío, intrusos entre el pedal y el volante que mueve el ingenio, que fácil que era entrar y que difícil salir cuando girábamos tan rápido y la cinta de cuero se dislocaba, venían las voces y las amenazas, la bovina que era entonces la chimenea que bufaba hilo se paraba o se hacía un lío, el engranaje se tropezaba y los cajones secretos se abrían ofreciendo extrañas piezas de acero que solucionaban el negocio.
Y así siempre aparecía entre otras bovinas estresadas un bolindre, limpio y brillante, un ojo de gato escondido entre los retales y misteriosos aparejos de coser de mi madre.